Seguro que te han espetado esta frase después de ausentarte momentáneamente de algún lugar: ¡quien fue a Sevilla, perdió su silla! Pero, ¿a quién debemos esta cita que indica la pérdida de determinados privilegios por ausentarnos de un espacio en concreto?
La mayor parte de los historiadores coinciden en que su origen se remonta al siglo XV, durante el reinado de Enrique IV de Castilla (1425-1474). En esta época se produjo una disputa entre dos arzobispos: Alonso de Fonseca “el Viejo” y Alonso de Fonseca “el Mozo”, quienes eran tío y sobrino, respectivamente.
En 1460 fue nombrado arzobispo de Santiago de Compostela el joven de la familia. En aquellos momentos Galicia era el escenario de diversas revueltas, por lo que el inexperto religioso pidió ayuda a su tío, arzobispo de Sevilla, para apaciguar los ánimos.
Este accedió a su petición y partió hacia tierras gallegas dejando a su sobrino al cargo en la capital Hispalense. Una vez resueltos dichos asuntos, regresó a Andalucía dispuesto a volver a ocupar su puesto, pero se encontró con una desagradable sorpresa: su sobrino se negaba a devolverle la silla arzobispal sevillana.
Alonso de Fonseca “el Mozo” amaba tanto su nueva ciudad que fue necesaria la intervención armada del Duque de Medina Sidonia y de Beltrán de la Cueva, así como la visita del rey Enrique IV a Sevilla y la intervención del mismísimo papa Pío II para restablecer la situación inicial.
Como curiosidad y como podéis deducir por la historia que os hemos contado, la frase original es “quien se fue de Sevilla, perdió su silla”. Otras variaciones que han surgido en distintos puntos de la Península son: “quien fue a Sevilla, perdió a su silla, y quien fue a Aragón, se la encontró”, “quien fue a Sevilla, perdió su silla, y quien fue a Jerez, la perdió otra vez” y “quien fue a Padrón, perdió su sillón”.